miércoles, 18 de enero de 2012

Mi Paraíso

Cómo disfrutaba acudiendo a mi refugio favorito para poder disfrutar de lo que más me gustaba. Cada día aguardaba impaciente a que el mundo y su rutina me dejaran libre para poder cobijarme en el lugar en el que, a pesar de no estar completamente sola, me sentía alejada de todo, sin problemas, sin dilemas. Y feliz. Muy feliz.

Porque allí, en aquel paraíso privado, no tenía límites.

Podía alcanzar cualquier paraje que deseara conocer, sin importar su existencia o no en el mundo real. Tanto los jardines más bellos como las tierras más inhóspitas estaban a mi alcance en aquel pequeño refugio.

Durante horas, me dedicaba a sobrevolar miles de territorios, estudiándolos minuciosamente, procurando memorizar todos y cada uno de los detalles y enigmas que pasaban ante mis ojos.

Me daba lo mismo que éstos fueran hermosos o terribles. Yo solo pedía que fueran nuevos. Que me ofrecieran algo con lo que poder saciar mi curiosidad cada día.

No importaba el tiempo que pasara allí, porque apenas era consciente del paso de los segundos, de los minutos, de las horas... Hasta que me veía obligada a abandonar mi pequeño Jardín del Edén.

Después de encontrar un lugar que me llamara la atención, después de conocer aquellos lejanos entornos, me concentraba en las criaturas que habitaban en su interior.

Fantásticos o reales, todos aquellos seres despertaban en mí el deseo de seguir adelante, de descubrir sus más íntimos secretos, sus anhelos más profundos, sus más intensos instintos.

Trataba de buscar algo de belleza y misterio, algo más allá de su apariencia o de sus acciones. Daba igual que parecieran dulces o desagradables, yo siempre llegaba hasta el final. Jamás me echaba atrás.

Porque, después de saberlo todo acerca de ellos, después de haber exprimido satisfactoriamente hasta el más mínimo rincón de su alma…

Empezaba el banquete final.

Me divertía devorando a aquellos seres diminutos que caminaban sobre mis manos, ajenos al hecho de que yo era capaz de manejarlos y cambiar sus vidas a mi antojo, sin tapujos, sin reglas, sin nadie que me criticase o influyese en mi opinión.

Me sentía libre, como una deidad, sin límites mundanos que determinasen mis acciones o mis deseos.

Solo estábamos mis víctimas y yo.

Tras manipular sus vidas una vez, nunca volvía a utilizar el mismo patrón. Nunca recurría a los mismos métodos. Me gustaba experimentar cosas nuevas y comprobar cómo reaccionaban las diversas víctimas que llegaban a mis manos.

Eso sí: siempre procuraba que fuera un proceso lento, muy lento. Saboreaba cada lágrima de dolor, cada momento de felicidad, cada sentimiento y experiencia que pudieran sentir hasta que yo lo consumía por completo, hasta que no quedaba ni rastro alguno que pudiera delatarme ante el resto del mundo.

Y todos y cada uno de ellos quedaban grabados a fuego en mi memoria. Jamás olvidaba sus nombres, sus caras, sus problemas y alegrías, sus seres queridos, sus miedos, sus sueños. Pero, sobre todo, lo que jamás olvidaba era su final. Aquel punto culminante en el que yo me sentía rebosante de satisfacción y placer pero, sobre todo, de poder.

Porque ese final hacía que todos aquellos seres pasaran a formar parte de mí, al igual que aquellos que los habían creado y que, sin darse cuenta, habían contribuido a aquella espiral de deseo y malicia que corría por mis venas y hacía que, cada tarde, cada día, acudiera puntualmente a mi cita.

Allí, en la biblioteca, arropado por los libros, sus conocimientos, historias, personajes y pensamientos; allí, en aquel paraíso, era quien quería ser. Sin barreras, sin tapujos, sin vetos. Disfrutaba siendo aquello que no podía ser fuera de aquel paraje. Disfrutaba siendo libre.

Por eso me gustaba tanto.

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