
Sus ojos azules quedaron esculpidos para siempre, inmortales y eternos como una estatua de alabastro.
Su expresión, intacta, aterida en el tiempo y en el espacio.
Su dolor, palpable a pesar de que sus labios, fríos, ya habían probado el sabor de la muerte.
Una muerte a la que había recibido con gran dicha.
Su vida había sido una prisión. Un continuo camino entre cárceles, unas materiales, otras que arañaron su alma. Su habitación había sido su único santuario y, su única compañía, la invisible y silenciosa soledad.
Al salir a la calle, su mismo cuerpo era su cárcel, su encierro.
Estaba solo.
No había una caricia, un gesto, una simple mirada, algo de cariño… solo compasión. Y la compasión no ayudaba. Solo lo hundía aún más en la oscuridad de su cautiverio.
Porque la compasión no le otorgaba alas para poder volar.
Trató de abrirse a los demás, de dar para poder recibir… pero nunca llegó a saber qué era lo que hacía mal.
Solo estaban él y su soledad.
Así transcurrieron los días. Rostros desconocidos, miradas vacías, calles oscuras y noches desesperadas, con la almohada bañada por las lágrimas.
Las primeras luces del sol no eran una promesa de vida, sino el anuncio de una jornada más en aquel yermo desierto de sufrimiento.
Un tormento silencioso, horrible, lento, aplastante.
Intentó seguir, por el único ser “querido” que tenía. Pero ni siquiera éste le dedicaba un solo gesto de cariño, de amparo, de ternura… solo golpes, más dolor, rencor, insultos. Un círculo vicioso sin retorno.
Hasta que una bala puso fin a todo.
Y su cárcel se hizo aún más pequeña.
Paulatinamente, la fuerza y las pocas ganas de vivir que le restaban cedieron a la desesperación y a la soledad. Y, una noche bañada por la luz de la luna llena, las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas se congelaron sobre su piel, tiñendo sus oscuros ojos del color del hielo más glacial.
Y la muerte acudió a buscarlo, en forma de mujer. Sin azada, sin capa oscura, sin manos esqueléticas, sin el aliento gélido de su inmortal boca.
Ella, hermosa, envuelta en un níveo y hermoso vestido, resplandeciente.
Tal y como él la recordaba.
Ella lo arropó con dulzura entre sus brazos, como solía hacer cuando él era tan solo un bebé. La calidez y el cariño que ya había olvidado, que tanto había echado en falta, colmaron su pecho.
Por primera vez se sintió libre, pleno, satisfecho…
Feliz.
Y sus labios, después de mucho tiempo, se torcieron en una sonrisa, mientras sus ojos azules se vaciaban hasta quedar completamente muertos.
Y así, su gesto, su cuerpo, su sonrisa…
Quedaron intactos para toda la eternidad.